Jasper Johns: la (im)pertinencia de lo doméstico (I)

En 1955, a Jasper Johns se le ocurrió pintar una bandera: un panel blanco, de 3 metros de ancho y casi 2 de alto, dominado por la evidencia de franjas y estrellas. Un rastro apenas pero profundamente reconocible; una identidad desdibujada.

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Decidido a obligar al espectador a detenerse ante lo cotidiano y observarlo de nuevo, Johns eligió el más cotidiano de los objetos: la bandera de Estados Unidos. Con ello, no solo respondía a la recontextualización de un objeto sino que -y junto a Rauschenberg- sentaba la base para el Pop Art y la transformación del imaginario popular estadounidense. Demostraba, además, que los símbolos son códigos abiertos, adaptables, renovables. Dialogaba con una tradición y, a su vez, le planteaba una interrogante.

Jasper Johns era hijo de su tiempo, eso es indudable. Hijo de un país joven y de una cultura – protestante, calvinista, industrial- obsesionada por la efectividad del trabajo, la mejor manera de ganarse el reino de los cielos. Había pasado la guerra, los chicos habían vuelto a casa y el país se había levantado de la ruina. La economía de producción de bienes civiles se había restablecido, las fábricas volvían a producir, el sector de la construcción se había fortalecido. Proliferaron los suburbios y los centros comerciales. Proliferó, también, la industria publicitaria. Es la época del Rojo sobre rojo de Leo Burnett: los viriles y jugosos filetes crudos de carne roja sobre un fondo rojo. Es la época de de las pin up, esas mujercitas deliciosas e inocuas que Gil Elvgreen popularizara; la de la cosmética y los aparatos electrónicos. Una felicidad doméstica cuyas graves consecuencias (alienación, contaminación) fueron advertidas muchas veces por jóvenes intelectuales como Ginsberg, Kerouac y Rachel Carlson a quienes, por supuesto, acusaron inmediatamente de comunistas. Fue también el comienzo de la carrera armamentista, con la Guerra Fría pendiendo sobre la cabeza del mundo y la Guerra de Corea a punto de empezar.

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Dorothea Lange en Venezuela: un territorio sin explorar.

Caracas no se acuerda, pero vio desnuda a Dorothea Lange.

El 5 de marzo de 1960, Rómulo Betancourt promulgaba la Reforma Agraria de Venezuela, apostando así por eliminar el latifundismo caudillista al que Páez le abriera las puertas en el siglo XIX ; una reforma por la que había estado luchando desde mucho antes de su primer mandato. El Campo de Carabobo fue el escenario de la promulgación, a la que acudieron miles de campesinos de todo el país. Las nueves leyes les otorgaban no solo títulos de propiedad sobre sus tierras (bajo un procedimiento jurídico, pues la reforma no toleraba la invasión violenta), sino también recursos económicos a través de los créditos y conocimientos técnicos para la explotación de la tierra. Además, ponía en ejecución una partida de dos mil quinientos de millones de bolívares destinada a la construcción de carreteras, edificación de escuelas y electrificar las zonas rurales.

Atraída por lo que sucedía, la División de Bienestar Social de las Naciones Unidas le pidió a Paul S. Taylor, uno de los más destacados economistas norteamericanos del siglo XX (pionero en los estudios migratorios entre México y Estados Unidos) que viajase a Ecuador (donde también se estaban haciendo cambios en materia agraria) y Venezuela, a investigar estos nuevos programas de desarrollo comunitario. En julio de de 1960 y junto a su esposa, la fotógrafa Dorothea Lange, emprendieron el viaje hacia Suramérica.

Taylor y Lange se habían conocido a principios de la década del 30, unidos por una causa común: documentar las duras condiciones de vida de las comunidades rurales estadounidenses, durante la Gran Depresión; un matrimonio y una visión social que los uniría hasta la muerte de la fotógrafa, en 1965. De los años de la Depresión, nos queda la imagen icónica de Lange: “La Madre Migrante”, un retrato de Florence Owens Thompson, una campesina mitad cherokee, cuyo rostro sigue siendo uno de los símbolos más poderosos del hambre y la desesperación.

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Llegaron a  Caracas en agosto y se alojaron en un hotel cuyo nombre parece no estar registrado en documento alguno (¿El Waldorf? ¿El Potomac? ¿El Conde?). En las noches, mientras Paul dormía como un buen niño (cita textual del diario de la fotógrafa), ella solía asomarse a la ventana, desnuda y ver aquellas calles llenas de carros y gente y pensar que la ciudad era una mezcolanza, un lugar ambicioso, todavía por hacer. Y no puedo evitar preguntarme si algún transeúnte habrá levantado los ojos hacia aquella habitación en un cuarto piso, si habrá atisbado la figura de una mujer sin ropa moviéndose en las sombras.

Luego de eso recorrieron el interior del país. A Dorothea le sorprendió particularmente un pueblo petrolero en la frontera -lleno de polvo y resequedad, asumo que en el sur del Lago de Maracaibo- donde los habitantes no tenían agua potable, a diferencia de los gerentes de las compañías petroleras, que tenían suministros privados e incluso piscinas. Una de las noches que pasaron allí, asistieron a una asamblea campesina, organizada para exigirle al gobierno de Betancourt donaciones de tanques de agua, construcción de carreteras y mejoría de los servicios sanitarios. “Tan formales, tan serios, tan pobres y sudados, tan deseosos de alzar sus manos y brazos callosos a favor de la comunidad”, escribe Lange en su diario. En él, también habló sobre la situación del país en términos de pequeñas islas de progreso. Se temía, sin embargo, que no estaban destinadas a durar.

No duran tampoco en sus fotografías, durante el viaje se le rompió la cámara y los negativos que sí logró hacer están en su mayoría sin revelar, en la colección del Museo Oakland de California. La Venezuela de Lange son apenas unos pocos rostros, una memoria fragmentada, borrosa. Es ¿una muchacha? ¿un muchacho? con un fardo de maleza al hombro, cuya bella timidez nos interroga (la foto, por cierto, se titula «Venezuela»); una familia pobre, los pies de un anónimo junto a unas mazorcas. Un territorio polvoriento, seco, fronterizo; todavía por explorar.

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Nota: Todos los datos han sido tomados de Dorothea Lange: A photographer’s life, de Milton Meltzer. Syracuse University Press. 2000.

Leonor Fini: una esfinge en el lodo del tiempo.

Hemos insistido en llamarla surrealista pero a Leonor Fini no le gustaba que la encasillaran en ningún movimiento. Nació en Buenos Aires en 1907 y tenía, en la sangre, herencia italiana, española y eslava. En 1909 emigró con su madre a Trieste, luego de que su padre las abandonara. Cuando este amenazó con ir a Italia a secuestrarla, tuvieron que vestirle de varón. Durante mucho tiempo vivió con los ojos vendados, mientras se recuperaba de una cirugía ocular y saben los dioses qué paisajes internos tuvo que enfrentar. Aunque su educación formal terminó en su adolescencia, viajó por toda Europa, conoció los grandes museos y vio las obras de los grandes maestros. En 1931 se mudó a París, en compañía de un príncipe italiano con el que estaba comprometida y persiguiendo su vocación de artista; buscando un camino para una carrera en ciernes que ya había dado ciertos frutos en Trieste y Milán, donde había expuesto un par de veces y vendido algunas obras, principalmente retratos de sus amigos.

En la década del veinte, París -dijo Hemingway- era una fiesta; el lugar por excelencia donde coincidieron todos los artistas e intelectuales destacados del momento. Fue, también, el espacio donde se gestaron casi todos los movimientos de vanguardia que abrieron paso al arte moderno en el siglo XX. Allí y tras abandonar al príncipe italiano, Fini trabó una profunda amistad con muchos de los personajes más relevantes de esa nueva ola de creadores cuyos trabajos estaban cambiando la faz del arte: Henri Cartier Bresson, el hombre que dividió la fotografía en un antes y un después; Salvador Dalí y Marx Ernst, los surrealistas y André Pieyre de Mandiargues, narrador y ensayista también cercano al Movimiento Surrealista y de quien Fini fue amante por un tiempo: un francés flaco, despeinado y de ojos caídos y dulces por quien seguro valía la pena abandonar a la realeza italiana. En París hará su primera exposición personal, en una galería dirigida por Christian Dior. Su obra capturó, inmediatamente, la atención de los curadores del MoMA, que la incluyeron en la icónica muestra de 1936, Fantastic Art, Dadá y Surrealismo. Al mismo tiempo, fue expuesta en la galería Julian Levy, uno de los espacios emblemáticos del avant-gardé newyorkino. Sigue leyendo «Leonor Fini: una esfinge en el lodo del tiempo.»

Pippi Calzaslargas: la niña inasible.

A Mamá.

En el invierno de 1941, la sueca Astrid Lindgren le hizo un cuento a su hijita enferma, hablaba de una niña pelirroja con un carácter y una vida muy particulares. Dos años más tarde la llevaría al papel y, en 1945, ganaría el Primer Premio de un concurso convocado por la editorial Rabén & Sjögren. Desde entonces, la saga de Pippi Calzaslargas o Pippa Mediaslargas, como la conocemos en español y que consta de trece libros, ha sido traducida a más de setenta idiomas y ha acompañado a varias generaciones, que la recuerdan siempre como un personaje entrañable.

Pippilotta Viktualia Rullgardina Krusmynta Efraimsdotter Långstrum, hija de Efraín Långstrum (un pirata desaparecido en un naufragio, que luego descubrimos se volvió rey de los congoleses) es una niña de nueve años que llega sin avisar a una pequeña casita desvencijada, Villa Villekulla, en un vecindario sueco. Tiene trenzas color zanahoria que desafían la gravedad y se levantan como un par de antenas. Usa un vestido de retazos, medias que le llegan por encima de la rodilla y unos zapatones inmensos, para que le duren mientras crece y le mantengan siempre los pies calientes. Tiene, también, un mono llamado Mr. Nelson, un caballo llamado Tío y es la niña más fuerte del mundo: puede levantar a su caballo, sin esfuerzo, con una sola mano. Sigue leyendo «Pippi Calzaslargas: la niña inasible.»

París, dos nocturnidades: Toulouse Lautrec y Brassai.

Todas las artes están enlazadas por la imagen. No sólamente las visuales -la manifestación más evidente- sino también la literatura y la música, que producen, cada una desde sus códigos y registros, imágenes. La imagen es el espacio común, el patio de recreo de las artes. En su etimología (el latín imago), que normalmente leemos como imitar o copiar (pues tiene su raíz en imitare), está implícita otra posibilidad: significar lo mismo, guardar una correspondencia. Y es pertinente atender al uso del término significar, pues la imagen no es la cosa en sí sino un signo que la representa y, de alguna forma, la sustituye. De allí, entonces, el que una misma cosa pueda ser representada de muchas maneras y esas representaciones sean capaces de corresponderse, comunicarse.
La historia del arte ha demostrado que, más que una sucesión de períodos y estilos (que es como normalmente se nos enseña) es la posibilidad de infinitos diálogos. No sólo entre obras cercanas en temporalidad, sino también entre obras tan lejanas como una figura prehistórica japonesa, el Dogu, una pieza que data aproximadamente del 13.000-300 A.C (primera imagen) y, por ejemplo, la Mariposa Mantarraya de Leonora Carrington, del 2007 (segunda imagen), una de sus últimas esculturas. No se trata de una similitud, sino de una resonancia; una pregunta y una respuesta. Eso, por supuesto, pone en entredicho la pertinencia de pensar la historia desde la periocidad, como tampoco podría pensarse desde la antigua noción de tiempo cíclico. No se trata de cosas que vuelven a suceder o que suceden constantemente (ese eterno retorno que tanto preocupaba a Nietzsche) sino de un enorme tejido cuyo fin desconocemos: trama y urdimbre (pero eso tal vez es una visión muy de mi tiempo; una resonancia de la idea de un cosmos todavía en expansión o de la noción de intercambio de energías, propia de la física cuántica.) Sigue leyendo «París, dos nocturnidades: Toulouse Lautrec y Brassai.»

Suspensión y paso: Apuntes sobre el «Cuadrado blanco sobre blanco», de Kasimir Malévich.

                                         A J.C, que abrió los ojos desmesuradamente cuando le dije que este era mi cuadro favorito.
A Patricia Van Dalen, que me enseñó que el blanco es un color.
Para un estudiante de Artes ir a un museo importante equivale a lo que equivale, para un musulmán, ir a La Meca o, para un cristiano, ir a Jerusalén. Efectivamente, hay algo de sagrado en esa visita, un peregrinar a un templo. Al fin y al cabo, la palabra museo no significa otra cosa: el museiom era la casa de las Musas. En el MoMA, por ejemplo, todas aquellas que acompañaron a los maestros del arte moderno. Un museo rodeado, además, de una ciudad que es un monstruo y que es, a su vez, una filigrana; que representa, como pocas ciudades, el espíritu de la modernidad.
(Voy en el carro con V., enloquecidas, extasiadas, apresuradas y nos metemos en una pequeña callecita de Manhattan que da al Hudson. El río está lleno de barcos, gente. Detrás braman dos chimeneas infinitas, de principios del siglo XX. Sueltan su humo hacia el cielo y vuelven una silueta confusa los bordes de los rascacielos. Llevo la cámara colgada en el cuello pero el asombro es tan grande que no puedo levantarla. Justo cuando estoy a punto de hacerlo, V. gira a la derecha y me quedo sin fotografía. Sospecho que acabo de cruzarme con la NY de Stieglitz. Sospecho que acabo de cruzarme con el fanstama de la Revolución Industrial).
Para un estudiante de Artes en Venezuela, un país cruzado por el horror y la desesperanza, el sueño de visitar museos importantes se vuelve cada vez más lejano. Yo, por ejemplo, fui olvidando y olvidando la idea -largamente acariciada- de visitar el MoMA hasta el día en que, ya viviendo en Estados Unidos, NY dejó de ser un espacio imposible. En el camino que va de la salida del metro más cercano a la entrada del museo, las piernas me temblaban. Cuando llegué, me arrebató un llanto convulso (¡Llegué, finalmente llegué! De El Cotorro a Nueva York, de Caracas a Nueva York. ¡Vaya, gallega…! Estoy ahí, no es mentira, los banderines con el logotipo del museo ondean frente a mis ojos, un museo mucho menos monumental de lo que había imaginado). Con los pobres de la tierra, hice mi cola un viernes, a las 4:00 pm, cuando se entra gratis. Adentro me esperaban mis viejos héroes, mis amigos y guías de siempre: Van Gogh, Liechtenstein, Picasso, Imogen Cunningham, Jasper Johns, Pollock, Modigliani, Arp, Brancusi, Rotkho, Rauschenberg, Stieglitz, Paul Strand, Georgia O’Keeffe.
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Errar inquieto

¿Qué es la vida sino este aceptar el instante que viene y el instante que se va? La ebriedad, el placer, la muerte no tienen otra meta. ¿Qué ha sido hasta ahora tu errar inquieto?

Cesare Pavese. “La isla”. Diálogos con Leucó.

Odiseo pasó diez años vagando antes de volver a Ítaca. Homero sabía bien que el regreso a casa está plagado de monstruos y paciencia. Kavafis nos aconseja no apresurar el viaje, pedir que el camino sea largo. ¿Qué es Ítaca? ¿Qué es la casa? ¿Habremos comprendido, al final, qué significa?

En inglés hay un término, homesickness, para describir un desorden específico: la nostalgia por el hogar; un trastorno vinculado a la ansiedad y la depresión que nos produce la ausencia de la casa, de lo familiar. Pero el hogar es más que un espacio físico o afectivo: es una forma de identidad. Tal vez la nostalgia no tiene sólo que ver con aquello que dejamos, sino también con quiénes fuimos. Dejar el hogar es dejarnos atrás. En español hablamos de añoranza, del catalán enyorar que, a su vez, proviene del latín ignorare: la nostalgia se revela, entonces, como el dolor por algo que ya no sabemos. El islandés, una de las lenguas más antiguas de Europa, tiene dos términos muy distintos para la añoranza: söknudur, nostalgia en general y heimfra, nostalgia por el terruño. El alemán sehnsucht, deseo por lo que está ausente, implica dolor por lo que fue pero también por lo que nunca ha sido: aquello que pudimos ser o tener y no fuimos o no tuvimos (un amor, un trabajo, el paso que no dimos). Sigue leyendo «Errar inquieto»

Mujeres de armas tomar: guerreras en los mitos y en la historia.

En alguna parte leí, hace mucho, que el ejército más peligroso del mundo estaría conformado exclusivamente por mujeres. No lo dudo, la combinación entre la furia femenina y la disciplina de la que somos capaces, es un arma letal. Ahí están Las brujas de la noche, como llamaron los alemanes al mortífero batallón aéreo ruso conformado por mujeres, durante la II Guerra Mundial; o los actuales batallones femeninos del ejército kurdo, en la lucha contra el Estado Islámico: unas máquinas del terror. Sin embargo, la guerra ha sido vista siempre como territorio masculino y la historia de las mujeres guerreras, que existen desde hace milenios, apenas ha comenzado a revisarse y rescatarse. Incluso en el trabajo con los arquetipos femeninos, el aspecto de la guerrera es, todavía, un campo que pareciera no haber sido completamente explorado por el psicoanálisis, que parece haberse centrado en la triada de doncella-madre-bruja.

Cuando se habla de mujeres guerreras, el referente popular es siempre el de las amazonas griegas: un pueblo conformado por mujeres, que formaron una nación y un gobierno propio bajo el mando de la reina Hipólita y aprendieron el arte de la guerra. Sacrificaban a sus hijos varones1 y se cortaban el seno derecho2 para poder manejar mejor el arco y la flecha. Las niñas, por supuesto, eran educadas para la batalla. Sigue leyendo «Mujeres de armas tomar: guerreras en los mitos y en la historia.»

Las brujas en la pintura. Cinco cuadros, cinco vuelos.

El origen de la palabra bruja es dudoso. Probablemente prerromano e ibérico, está emparentado con el gallego y portugués bruxa y el catalán bruixa y aparece documentado por primera vez en el siglo XIII, en textos de la región de Barbastro, Aragón. Algunos afirman que bruixa, en gaélico, significaba “muy alta”, expresión que se usaba para referirse a la luna; o britxu, que significa magia. El inglés witch también ha sido ampliamente discutido pero, la mayor parte de las hipótesis, apuntan al germano o celta wicca (pronunciado witcha para los brujos y witche para las mujeres y que probablemente tenga su origen en el radical indoeuropeo wikk, magia). Sea cual sea su origen, dos cosas coinciden en los distintos supuestos: la palabra bruja (no la figura, que está con nosotros desde siempre) surgió y se difundió durante el Medioevo y parece estar supeditada al territorio conquistado y habitado por los celtas.

El arquetipo de la hechicera, la maga, es tan antiguo y poderoso como la humanidad misma. Todos los textos de la antigüedad la mencionan, de una u otra forma (los griegos -solo por citar el ejemplo clásico- tenían una diosa, Hécate, que regía la hechicería). La primera poeta conocida (es decir, que firmó sus textos) fue una sacerdotisa acadia consagrada a la diosa Innana, de nombre Enkeduanna, que vivió hace aproximadamente 4300 años. Fue nombrada Endú -el cargo sacerdotal superior- del templo principal de Ur, por su padre, Sargón I, durante la dominación acadia en Sumeria. Sus poemas, Los himnos del Templo, son cantos a Innana y cuentan la historia de la diosa, así su propia historia. Constituyen, además, uno de los primeros intentos conocidos por sistematizar una teología, pues también describen el panteón de dioses mesopotámicos. Y, aunque podría alegarse que una sacerdotisa no es lo mismo que una hechicera o bruja, la frontera entre ambas es tenue: comparten un conocimiento de la naturaleza y lo sacro muy similar. Tal vez la mayor diferencia radique en que la primera responde a una institución (el templo) y está consagrada a una divinidad específica, mientras la segunda trabaja -por decirlo de alguna forma- en la sombra, la hemos obligado a hacerlo. Sigue leyendo «Las brujas en la pintura. Cinco cuadros, cinco vuelos.»