Jasper Johns: la (im)pertinencia de lo doméstico (I)

En 1955, a Jasper Johns se le ocurrió pintar una bandera: un panel blanco, de 3 metros de ancho y casi 2 de alto, dominado por la evidencia de franjas y estrellas. Un rastro apenas pero profundamente reconocible; una identidad desdibujada.

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Decidido a obligar al espectador a detenerse ante lo cotidiano y observarlo de nuevo, Johns eligió el más cotidiano de los objetos: la bandera de Estados Unidos. Con ello, no solo respondía a la recontextualización de un objeto sino que -y junto a Rauschenberg- sentaba la base para el Pop Art y la transformación del imaginario popular estadounidense. Demostraba, además, que los símbolos son códigos abiertos, adaptables, renovables. Dialogaba con una tradición y, a su vez, le planteaba una interrogante.

Jasper Johns era hijo de su tiempo, eso es indudable. Hijo de un país joven y de una cultura – protestante, calvinista, industrial- obsesionada por la efectividad del trabajo, la mejor manera de ganarse el reino de los cielos. Había pasado la guerra, los chicos habían vuelto a casa y el país se había levantado de la ruina. La economía de producción de bienes civiles se había restablecido, las fábricas volvían a producir, el sector de la construcción se había fortalecido. Proliferaron los suburbios y los centros comerciales. Proliferó, también, la industria publicitaria. Es la época del Rojo sobre rojo de Leo Burnett: los viriles y jugosos filetes crudos de carne roja sobre un fondo rojo. Es la época de de las pin up, esas mujercitas deliciosas e inocuas que Gil Elvgreen popularizara; la de la cosmética y los aparatos electrónicos. Una felicidad doméstica cuyas graves consecuencias (alienación, contaminación) fueron advertidas muchas veces por jóvenes intelectuales como Ginsberg, Kerouac y Rachel Carlson a quienes, por supuesto, acusaron inmediatamente de comunistas. Fue también el comienzo de la carrera armamentista, con la Guerra Fría pendiendo sobre la cabeza del mundo y la Guerra de Corea a punto de empezar.

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Pero la preocupación de los jóvenes intelectuales de la posguerra no tenía que ver necesariamente con los preceptos marxistas aunque, por supuesto, los intelectuales de Izquiera radical también fuesen críticos con el camino que tomaba el país. Lo que la mayoría pedían era tiempo para procesar el luto. Sí, los chicos habían regresado pero algunos no volverían a ser los mismos. Muchos, muchísimos, no habían regresado. Pedían que la gente no se acostumbrara a confundir la realidad con la virtualidad de la televisión, con el optmimismo a toda costa. Había que obligarlos a volver la cara, a fijarse. Había que sacarlos del letargo. Para eso, y en medio de lo doméstico, Jasper Johns escogió el más doméstico de todos los objetos.

Hecha con encaústica -una mezcla de cera y óleo derivada del proceso usado para los retratos mortuorios coptos- sobre collage de papel periódico y lienzo, esa bandera blanca no era solamente la recontextualización de algo o el cuestionamiento de la diferencia entre objeto y representación, una de las principales preocupaciones de Johns. Hablaba también de un identidad desdibujada, despojada de sí misma. Los colores que nos obligan a reconocer al símbolo ya no existían. Algo se había quedado desnudo, lejos de sí mismo, extrañado. Se había convertido en una presencia poderosa y fantasmagórica. En un objeto que parecía desgastado por el uso.

En las poquísimas entrevistas que ha concedido, Johns ha dicho que solo obedecía a un sueño, donde se había visto pintando una enorme bandera. No estaba consciente de la revuelta que provocaría ni tampoco pretendía ser patriótico o antipatriótico pero es dudoso que alguien que trabaja con banderas no sepa en qué se está metiendo. Y, aunque de verdad solo quisiese hacer una bandera o un cuadro de una bandera (para él no había distinciones) fue acusado de blasfemo, de violar el símbolo nacional.

La Bandera blanca no es, por supuesto, su única bandera. Tres banderas, de 1958, está formada por tres piezas -trabajados también con encáustica y periódicos sobre tres lienzos superpuestos- que van disminuyendo de tamaño paulatinamente. Vista de frente, la bandera más pequeña parece alejarse o acercarse al espectador, depende de quién la perciba. Es bidimensional y tridimensional al mismo tiempo; una identidad que cobra volumen, se hace móvil y lúdica. Sacada de su domesticidad, recontextualizada, vuelve a lo salvaje y a lo libre. Aquello que pensábamos inamovible, un símbolo nacional, resultó ser capaz de transformación. Las banderas, de alguna forma, recorrieron el camino contrario al resto de su obra, que intentaba convertir objetos en sujetos, en identidades. En ellas, la identidad se vuelve objetualizable. Al mismo tiempo, como todas las buenas versiones, nos obliga a volver al original y revisarlo.

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A sus casi 87 años, Jasper Johns sigue píntando, en su pequeño estudio en Connecticut. No sabemos mucho sobre él. Sus banderas siguen siendo, sin embargo, uno de los íconos del arte moderno occidental y, especialmente, del arte norteamericano. Johns le enseñó a muchos de los que vinieron después que había muchas formas de ser impertinente. La maravillosa serigrafía de Shepard Fairey, perteneciente a la serie We the People y que muestra a una mujer con un hiyab de franjas y estrellas, puede ser leída como un guiño a Johns, hecho casi sensenta años después. Una bandera no pertenece a un solo espacio, es una posibilidad múltiple. También un país. Johns nos enseñó que no hay diferencia entra la realidad y el objeto que la representa.

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