Pippi Calzaslargas: la niña inasible.

A Mamá.

En el invierno de 1941, la sueca Astrid Lindgren le hizo un cuento a su hijita enferma, hablaba de una niña pelirroja con un carácter y una vida muy particulares. Dos años más tarde la llevaría al papel y, en 1945, ganaría el Primer Premio de un concurso convocado por la editorial Rabén & Sjögren. Desde entonces, la saga de Pippi Calzaslargas o Pippa Mediaslargas, como la conocemos en español y que consta de trece libros, ha sido traducida a más de setenta idiomas y ha acompañado a varias generaciones, que la recuerdan siempre como un personaje entrañable.

Pippilotta Viktualia Rullgardina Krusmynta Efraimsdotter Långstrum, hija de Efraín Långstrum (un pirata desaparecido en un naufragio, que luego descubrimos se volvió rey de los congoleses) es una niña de nueve años que llega sin avisar a una pequeña casita desvencijada, Villa Villekulla, en un vecindario sueco. Tiene trenzas color zanahoria que desafían la gravedad y se levantan como un par de antenas. Usa un vestido de retazos, medias que le llegan por encima de la rodilla y unos zapatones inmensos, para que le duren mientras crece y le mantengan siempre los pies calientes. Tiene, también, un mono llamado Mr. Nelson, un caballo llamado Tío y es la niña más fuerte del mundo: puede levantar a su caballo, sin esfuerzo, con una sola mano.

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Ilustración de Ingrid Vang Nyman para la primera edición, 1945.

Como si eso fuera poco, cocina crépes en el suelo de su casa, que además limpia patinando sobre dos cepillos amarrados a sus pies (que luego pone sobre la almohada, para dormir), camina hacia atrás, detesta la escuela e inventa las palabras y los juegos más divertidos del mundo. Vive sola, para horror de los adultos y ella misma, a su corta edad, se impone una peculiar disciplina. A veces hasta se regaña duramente para obligarse a dormir. Tiene dos amigos: Annika y Tommy, niños muy correctos que junto a su extraña vecina descubrirán el placer de la aventura y el desorden. Pippi es, a todas luces, lo contrario a un ejemplo aleccionador y edificante para la infancia. En eso, precisamente, radica su encanto.

Cuando Astrid Lindgren inventó a la niña pelirroja no estaba elaborando, al menos no conscientemente, una agenda para el feminismo. Sin embargo, por primera vez las niñas del mundo tuvieron un modelo para identificarse que no fuese el de las princesas de los cuentos de hadas, despojados con el paso del tiempo de su función primordial: hablarle a las doncellas de su propia travesía por el mundo (lo cual, creo, es el verdadero error de Disney, no los príncipes azules. Los príncipes azules, en la tradición del cuento de hadas, tienen una función precisa que nada tiene que ver con la actualmente muy cacareada idea de que están ahí para decirle a las mujeres que no pueden existir sin un hombre). Pippi era autónoma, divertida, valiente; rompía con todos los moldes. Tenía una vida rica, profunda, excitante. Su autora fue también una mujer poco convencional: a principios de siglo XX trabajaba en un periódico y fue madre soltera (su primer hijo, Lars. Karin, la niña a la que le hiciera el cuento, es fruto de su matrimonio con Sture Lindgren). Pippi es, sobre todo, un canto a la libertad. Todos sabemos eso.

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Fue mamá quien me regaló el libro, cerca de mi noveno cumpleaños, la misma edad de la protagonista. Casi todos los libros de la infancia me los regaló mamá; algunos han sobrevivido a dos emigraciones y varias mudanzas y descansan ahora en mi biblioteca miamera. Pippa Mediaslargas no está allí, el libro (cuyas ilustraciones en blanco y negro coloreé, porque yo coloreaba absolutamente todo) desapareció de mi vida, jamás su recuerdo. Yo quería ser (como) la niña pelirroja más fuerte del mundo.

Digo Pippa y no Pippi porque así estaba en mi libro, un giro que la editorial cubana que lo publicó copió de los editores españoles, que no querían que los niños se confundieran con “pipi” (¿Cómo se permitió en Cuba la publicación de un libro que atenta contra todo sentido de autoridad, de masificación, de colectividad? ¿Fue laxa la censura de la isla a finales de los 80’s, con la caída del bloque comunista de la Europa del Este? ¿No se dieron cuenta?).

La buena literatura infantil es siempre una literatura transgresora. La función del cuento de hadas era prepararnos para la vida y prepararse para la vida significa estar conscientes del límite, mortales que somos, seres finitos. Estar conscientes, además, de las maneras de traspasar el límite, de burlarse de la muerte, de evadirla o cantarle; de conversar con ella hasta que sea inevitable el rapto. Los cuentos de hadas enseñan a transgredir o enseñan las consecuencias de no hacerlo: Piel de Asno debe escaparse y recorrer un largo y penoso camino; la ingenuidad de Blancanieves y La Bella Durmiente las llevan a un sueño eterno; Vassalissa debe encontrarse con la Baba Yaga para liberarse de una vida infeliz y reconocer el poder del fuego que baila dentro del propio esqueleto.

Así también, la literatura infantil moderna está llena de transgresores: Peter Pan no quiere crecer, Huckelberry Finn es un vagabundo. El Principito -que nunca contesta a las preguntas- y el aviador, dos personajes de mundos completamente distintos, se encuentran en el desierto: ese umbral entre la vida y la muerte, ese espacio de revelaciones. Aquellos niños de En el prado de Bezhin, de Turgueniev, nos hacen cómplices de la noche y la imaginación popular rusa, plagada de criaturas sobrenaturales. Alicia se escapa persiguiendo un conejo blanco, atraviesa una frontera y termina en un mundo donde el absurdo está a la orden del día. Los ejemplos son interminables. La literatura infantil moralizante no ha sobrevivido el paso del tiempo. Todos nuestros héroes niños son, de alguna manera, gente muy mal portada. Pippa es, tal vez, la peor. Huck Finn tiene adultos que, en algún momento, intentan meterlo en cintura. Otra niña solitaria, la Momo de Ende, sobrevive gracias a la ayuda de sus amigos adultos. En el universo de Pippa no hay espacio para otra autoridad que no sea la propia.

Es lógico que el movimiento feminista reivindicara a Pippa Mediaslargas, es una semilla poderosísima. Por primera vez las niñas tenían a una heroína que no ostentaba la fragilidad de, por ejemplo, la Alicia de Carroll. Una heroína dueña y señora de su delirante mundo. Pero, más allá de decirle a las niñas que podían ser las más fuertes del mundo y poner los pies sobre la almohada, el engranaje del cuento y del personaje es mucho más poderoso y mueve algo que nos atañe a todos por igual: una identidad desterritorializada, si me permiten reusar ese famoso término de Deleuze y Guattari. La maquinaria de la cultura es incapaz de alcanzarla; su sujeto, su yo, no pueden ser definidos en términos de hábito y costumbre. No hay en ella límites, contornos. Pippa es lo descompuesto, no en su sentido putrefacto, alejado de la vida, sino en su sentido de desarticulación. Es una nómada del ser, incapaz de ceñirse a una frontera. No huye del mundo, logra que el mundo huya de ella. Es la potencia, la vida sin límites, que solo se parece a sí misma. Hay en ella algo titánico, desmesurado, sin orden (es la niña más fuerte del mundo) y también de allí que pueda ser grosera y mentirosa pero es, sobre todas las cosas, honesta. No hay en ella espacio para la mentira y la máscara.

De alguna manera, toda la buena literatura infantil también pasa por eso. De allí que pueda ser leída tanto por niños como por adultos, no hay lógica binaria en su construcción. Es un territorio movedizo, pleno de reconfiguraciones, que nos recuerda que somos siempre tránsito y aventura. Pippa viene a reconfigurar el orden, a establecer un nuevo orden que es un desorden. No responde a los dispositivos del poder ni de control simbólico; es, si acaso, una abstracción de la infancia, pues también escapa de la representación tradicional para devenir en otro código de la niñez. Pippa, casi literalmente, funda otro territorio: Villa Villekulla se convierte en el eje de una nueva forma de vida y Tommy y Anika, niños ideales, son absorbidos por él. Pierden su territorio para entrar en una nueva geografía.

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En ese sentido, Pippa es un personaje dionisiaco: en ella lo balbuceante, lo despedazado, lo nocturno. En ella lo que posee, el atentado contra el poder de lo racional, de lo masculino. En ella el delirio y la embriaguez. Es salvaje, es un estado no domesticado del ser. Es la anticivilización. Y, paradójicamente, es coherente en su locura, como son todos los personajes de la literatura infantil. De adultos sabemos que es imposible vivir como ella, es un personaje utópico, literario. Lo es todo lo infantil, que pertenece siempre a otro orden. Pero la amamos, incluso en la adultez; sonreímos con afecto cada vez que alguien la menciona. De vez en cuando todos necesitamos volver a Villa Villekulla y montarnos a Mr. Nelson al hombro o ir a los mares del sur con nuestra amiga pelirroja. De vez en cuando necesitamos desterritorializarnos y reterritorializarnos y eso conlleva siempre cierta confusión y cierto caos.

A veces somos Tommy y Anika y miramos, desde nuestra ventana, a esa rara niña que acaba de mudarse a la casa vecina y tiene, por amor a los dioses, un caballo en el porche. Y corremos con nuestros pantalones planchados y nuestros lazos rosa en el pelo y clamamos por ella. Desde el fondo de nuestra memoria nos recuerda siempre la importancia de la libertad individual o la individuación, ese bello concepto de Jung que nos habla de llegar a ser nuestra peculiaridad más interna, nuestro Sí Mismo, tan diferente a nuestro Yo. Pippa no es un Yo, en ella no hay construcción posible. Desde su desvencijada casita sueca y su carita pecosa nos señala, desde hace 71 años, la importancia de ser y transitar el propio camino.

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Pippa dibujada por mi, a los doce días de haber cumplido nueve años.

 

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