Dorothea Lange en Venezuela: un territorio sin explorar.

Caracas no se acuerda, pero vio desnuda a Dorothea Lange.

El 5 de marzo de 1960, Rómulo Betancourt promulgaba la Reforma Agraria de Venezuela, apostando así por eliminar el latifundismo caudillista al que Páez le abriera las puertas en el siglo XIX ; una reforma por la que había estado luchando desde mucho antes de su primer mandato. El Campo de Carabobo fue el escenario de la promulgación, a la que acudieron miles de campesinos de todo el país. Las nueves leyes les otorgaban no solo títulos de propiedad sobre sus tierras (bajo un procedimiento jurídico, pues la reforma no toleraba la invasión violenta), sino también recursos económicos a través de los créditos y conocimientos técnicos para la explotación de la tierra. Además, ponía en ejecución una partida de dos mil quinientos de millones de bolívares destinada a la construcción de carreteras, edificación de escuelas y electrificar las zonas rurales.

Atraída por lo que sucedía, la División de Bienestar Social de las Naciones Unidas le pidió a Paul S. Taylor, uno de los más destacados economistas norteamericanos del siglo XX (pionero en los estudios migratorios entre México y Estados Unidos) que viajase a Ecuador (donde también se estaban haciendo cambios en materia agraria) y Venezuela, a investigar estos nuevos programas de desarrollo comunitario. En julio de de 1960 y junto a su esposa, la fotógrafa Dorothea Lange, emprendieron el viaje hacia Suramérica.

Taylor y Lange se habían conocido a principios de la década del 30, unidos por una causa común: documentar las duras condiciones de vida de las comunidades rurales estadounidenses, durante la Gran Depresión; un matrimonio y una visión social que los uniría hasta la muerte de la fotógrafa, en 1965. De los años de la Depresión, nos queda la imagen icónica de Lange: “La Madre Migrante”, un retrato de Florence Owens Thompson, una campesina mitad cherokee, cuyo rostro sigue siendo uno de los símbolos más poderosos del hambre y la desesperación.

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Llegaron a  Caracas en agosto y se alojaron en un hotel cuyo nombre parece no estar registrado en documento alguno (¿El Waldorf? ¿El Potomac? ¿El Conde?). En las noches, mientras Paul dormía como un buen niño (cita textual del diario de la fotógrafa), ella solía asomarse a la ventana, desnuda y ver aquellas calles llenas de carros y gente y pensar que la ciudad era una mezcolanza, un lugar ambicioso, todavía por hacer. Y no puedo evitar preguntarme si algún transeúnte habrá levantado los ojos hacia aquella habitación en un cuarto piso, si habrá atisbado la figura de una mujer sin ropa moviéndose en las sombras.

Luego de eso recorrieron el interior del país. A Dorothea le sorprendió particularmente un pueblo petrolero en la frontera -lleno de polvo y resequedad, asumo que en el sur del Lago de Maracaibo- donde los habitantes no tenían agua potable, a diferencia de los gerentes de las compañías petroleras, que tenían suministros privados e incluso piscinas. Una de las noches que pasaron allí, asistieron a una asamblea campesina, organizada para exigirle al gobierno de Betancourt donaciones de tanques de agua, construcción de carreteras y mejoría de los servicios sanitarios. “Tan formales, tan serios, tan pobres y sudados, tan deseosos de alzar sus manos y brazos callosos a favor de la comunidad”, escribe Lange en su diario. En él, también habló sobre la situación del país en términos de pequeñas islas de progreso. Se temía, sin embargo, que no estaban destinadas a durar.

No duran tampoco en sus fotografías, durante el viaje se le rompió la cámara y los negativos que sí logró hacer están en su mayoría sin revelar, en la colección del Museo Oakland de California. La Venezuela de Lange son apenas unos pocos rostros, una memoria fragmentada, borrosa. Es ¿una muchacha? ¿un muchacho? con un fardo de maleza al hombro, cuya bella timidez nos interroga (la foto, por cierto, se titula «Venezuela»); una familia pobre, los pies de un anónimo junto a unas mazorcas. Un territorio polvoriento, seco, fronterizo; todavía por explorar.

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Nota: Todos los datos han sido tomados de Dorothea Lange: A photographer’s life, de Milton Meltzer. Syracuse University Press. 2000.

Leonor Fini: una esfinge en el lodo del tiempo.

Hemos insistido en llamarla surrealista pero a Leonor Fini no le gustaba que la encasillaran en ningún movimiento. Nació en Buenos Aires en 1907 y tenía, en la sangre, herencia italiana, española y eslava. En 1909 emigró con su madre a Trieste, luego de que su padre las abandonara. Cuando este amenazó con ir a Italia a secuestrarla, tuvieron que vestirle de varón. Durante mucho tiempo vivió con los ojos vendados, mientras se recuperaba de una cirugía ocular y saben los dioses qué paisajes internos tuvo que enfrentar. Aunque su educación formal terminó en su adolescencia, viajó por toda Europa, conoció los grandes museos y vio las obras de los grandes maestros. En 1931 se mudó a París, en compañía de un príncipe italiano con el que estaba comprometida y persiguiendo su vocación de artista; buscando un camino para una carrera en ciernes que ya había dado ciertos frutos en Trieste y Milán, donde había expuesto un par de veces y vendido algunas obras, principalmente retratos de sus amigos.

En la década del veinte, París -dijo Hemingway- era una fiesta; el lugar por excelencia donde coincidieron todos los artistas e intelectuales destacados del momento. Fue, también, el espacio donde se gestaron casi todos los movimientos de vanguardia que abrieron paso al arte moderno en el siglo XX. Allí y tras abandonar al príncipe italiano, Fini trabó una profunda amistad con muchos de los personajes más relevantes de esa nueva ola de creadores cuyos trabajos estaban cambiando la faz del arte: Henri Cartier Bresson, el hombre que dividió la fotografía en un antes y un después; Salvador Dalí y Marx Ernst, los surrealistas y André Pieyre de Mandiargues, narrador y ensayista también cercano al Movimiento Surrealista y de quien Fini fue amante por un tiempo: un francés flaco, despeinado y de ojos caídos y dulces por quien seguro valía la pena abandonar a la realeza italiana. En París hará su primera exposición personal, en una galería dirigida por Christian Dior. Su obra capturó, inmediatamente, la atención de los curadores del MoMA, que la incluyeron en la icónica muestra de 1936, Fantastic Art, Dadá y Surrealismo. Al mismo tiempo, fue expuesta en la galería Julian Levy, uno de los espacios emblemáticos del avant-gardé newyorkino. Sigue leyendo «Leonor Fini: una esfinge en el lodo del tiempo.»

Mujeres de armas tomar: guerreras en los mitos y en la historia.

En alguna parte leí, hace mucho, que el ejército más peligroso del mundo estaría conformado exclusivamente por mujeres. No lo dudo, la combinación entre la furia femenina y la disciplina de la que somos capaces, es un arma letal. Ahí están Las brujas de la noche, como llamaron los alemanes al mortífero batallón aéreo ruso conformado por mujeres, durante la II Guerra Mundial; o los actuales batallones femeninos del ejército kurdo, en la lucha contra el Estado Islámico: unas máquinas del terror. Sin embargo, la guerra ha sido vista siempre como territorio masculino y la historia de las mujeres guerreras, que existen desde hace milenios, apenas ha comenzado a revisarse y rescatarse. Incluso en el trabajo con los arquetipos femeninos, el aspecto de la guerrera es, todavía, un campo que pareciera no haber sido completamente explorado por el psicoanálisis, que parece haberse centrado en la triada de doncella-madre-bruja.

Cuando se habla de mujeres guerreras, el referente popular es siempre el de las amazonas griegas: un pueblo conformado por mujeres, que formaron una nación y un gobierno propio bajo el mando de la reina Hipólita y aprendieron el arte de la guerra. Sacrificaban a sus hijos varones1 y se cortaban el seno derecho2 para poder manejar mejor el arco y la flecha. Las niñas, por supuesto, eran educadas para la batalla. Sigue leyendo «Mujeres de armas tomar: guerreras en los mitos y en la historia.»