Leonor Fini: una esfinge en el lodo del tiempo.

Hemos insistido en llamarla surrealista pero a Leonor Fini no le gustaba que la encasillaran en ningún movimiento. Nació en Buenos Aires en 1907 y tenía, en la sangre, herencia italiana, española y eslava. En 1909 emigró con su madre a Trieste, luego de que su padre las abandonara. Cuando este amenazó con ir a Italia a secuestrarla, tuvieron que vestirle de varón. Durante mucho tiempo vivió con los ojos vendados, mientras se recuperaba de una cirugía ocular y saben los dioses qué paisajes internos tuvo que enfrentar. Aunque su educación formal terminó en su adolescencia, viajó por toda Europa, conoció los grandes museos y vio las obras de los grandes maestros. En 1931 se mudó a París, en compañía de un príncipe italiano con el que estaba comprometida y persiguiendo su vocación de artista; buscando un camino para una carrera en ciernes que ya había dado ciertos frutos en Trieste y Milán, donde había expuesto un par de veces y vendido algunas obras, principalmente retratos de sus amigos.

En la década del veinte, París -dijo Hemingway- era una fiesta; el lugar por excelencia donde coincidieron todos los artistas e intelectuales destacados del momento. Fue, también, el espacio donde se gestaron casi todos los movimientos de vanguardia que abrieron paso al arte moderno en el siglo XX. Allí y tras abandonar al príncipe italiano, Fini trabó una profunda amistad con muchos de los personajes más relevantes de esa nueva ola de creadores cuyos trabajos estaban cambiando la faz del arte: Henri Cartier Bresson, el hombre que dividió la fotografía en un antes y un después; Salvador Dalí y Marx Ernst, los surrealistas y André Pieyre de Mandiargues, narrador y ensayista también cercano al Movimiento Surrealista y de quien Fini fue amante por un tiempo: un francés flaco, despeinado y de ojos caídos y dulces por quien seguro valía la pena abandonar a la realeza italiana. En París hará su primera exposición personal, en una galería dirigida por Christian Dior. Su obra capturó, inmediatamente, la atención de los curadores del MoMA, que la incluyeron en la icónica muestra de 1936, Fantastic Art, Dadá y Surrealismo. Al mismo tiempo, fue expuesta en la galería Julian Levy, uno de los espacios emblemáticos del avant-gardé newyorkino. Sigue leyendo «Leonor Fini: una esfinge en el lodo del tiempo.»

Las brujas en la pintura. Cinco cuadros, cinco vuelos.

El origen de la palabra bruja es dudoso. Probablemente prerromano e ibérico, está emparentado con el gallego y portugués bruxa y el catalán bruixa y aparece documentado por primera vez en el siglo XIII, en textos de la región de Barbastro, Aragón. Algunos afirman que bruixa, en gaélico, significaba “muy alta”, expresión que se usaba para referirse a la luna; o britxu, que significa magia. El inglés witch también ha sido ampliamente discutido pero, la mayor parte de las hipótesis, apuntan al germano o celta wicca (pronunciado witcha para los brujos y witche para las mujeres y que probablemente tenga su origen en el radical indoeuropeo wikk, magia). Sea cual sea su origen, dos cosas coinciden en los distintos supuestos: la palabra bruja (no la figura, que está con nosotros desde siempre) surgió y se difundió durante el Medioevo y parece estar supeditada al territorio conquistado y habitado por los celtas.

El arquetipo de la hechicera, la maga, es tan antiguo y poderoso como la humanidad misma. Todos los textos de la antigüedad la mencionan, de una u otra forma (los griegos -solo por citar el ejemplo clásico- tenían una diosa, Hécate, que regía la hechicería). La primera poeta conocida (es decir, que firmó sus textos) fue una sacerdotisa acadia consagrada a la diosa Innana, de nombre Enkeduanna, que vivió hace aproximadamente 4300 años. Fue nombrada Endú -el cargo sacerdotal superior- del templo principal de Ur, por su padre, Sargón I, durante la dominación acadia en Sumeria. Sus poemas, Los himnos del Templo, son cantos a Innana y cuentan la historia de la diosa, así su propia historia. Constituyen, además, uno de los primeros intentos conocidos por sistematizar una teología, pues también describen el panteón de dioses mesopotámicos. Y, aunque podría alegarse que una sacerdotisa no es lo mismo que una hechicera o bruja, la frontera entre ambas es tenue: comparten un conocimiento de la naturaleza y lo sacro muy similar. Tal vez la mayor diferencia radique en que la primera responde a una institución (el templo) y está consagrada a una divinidad específica, mientras la segunda trabaja -por decirlo de alguna forma- en la sombra, la hemos obligado a hacerlo. Sigue leyendo «Las brujas en la pintura. Cinco cuadros, cinco vuelos.»