París, dos nocturnidades: Toulouse Lautrec y Brassai.

Todas las artes están enlazadas por la imagen. No sólamente las visuales -la manifestación más evidente- sino también la literatura y la música, que producen, cada una desde sus códigos y registros, imágenes. La imagen es el espacio común, el patio de recreo de las artes. En su etimología (el latín imago), que normalmente leemos como imitar o copiar (pues tiene su raíz en imitare), está implícita otra posibilidad: significar lo mismo, guardar una correspondencia. Y es pertinente atender al uso del término significar, pues la imagen no es la cosa en sí sino un signo que la representa y, de alguna forma, la sustituye. De allí, entonces, el que una misma cosa pueda ser representada de muchas maneras y esas representaciones sean capaces de corresponderse, comunicarse.
La historia del arte ha demostrado que, más que una sucesión de períodos y estilos (que es como normalmente se nos enseña) es la posibilidad de infinitos diálogos. No sólo entre obras cercanas en temporalidad, sino también entre obras tan lejanas como una figura prehistórica japonesa, el Dogu, una pieza que data aproximadamente del 13.000-300 A.C (primera imagen) y, por ejemplo, la Mariposa Mantarraya de Leonora Carrington, del 2007 (segunda imagen), una de sus últimas esculturas. No se trata de una similitud, sino de una resonancia; una pregunta y una respuesta. Eso, por supuesto, pone en entredicho la pertinencia de pensar la historia desde la periocidad, como tampoco podría pensarse desde la antigua noción de tiempo cíclico. No se trata de cosas que vuelven a suceder o que suceden constantemente (ese eterno retorno que tanto preocupaba a Nietzsche) sino de un enorme tejido cuyo fin desconocemos: trama y urdimbre (pero eso tal vez es una visión muy de mi tiempo; una resonancia de la idea de un cosmos todavía en expansión o de la noción de intercambio de energías, propia de la física cuántica.) Sigue leyendo «París, dos nocturnidades: Toulouse Lautrec y Brassai.»